lunes, 21 de marzo de 2011

Nuestra Señora del Silencio nos enseña a escuchar la voz de Dios




Amigos, les comparto una bella imagen y la introducción de una preciosa charla enviada por mi amigo Jesús Amado. Que la disfruten y ¡silencio! se vive.


En la parroquia Nuestra Señora de los Ángeles, tan vinculada a la vida de Abelardo y a los primeros años de la Cruzada tras salir del Hogar, se encuentra anexa la parroquia Santa María del Silencio. La imagen que preside esta parroquia es la siguiente: Vemos la Virgen, que sobre su brazo derecho y apoyado en su hombro, sostiene a Jesús Niño —el cual parece querer hablarnos—, mientras Ella, con su dedo índice izquierdo cruzado en la boca, hace ademán de pedir silencio, recordándonos así que para escuchar la voz de su Hijo es necesario un "silencio interior" semejante al de María, según nos cuenta el Evangelio que nos dice cómo "María conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón" (Lc 2,51). Expresamente me acerqué a dicha parroquia para ofreceros en forma de estampa dicha imagen.

Contemplemos esta imagen de «Nuestra Señora del Silencio» y acojamos su mensaje, tan actual y oportuno en estos tiempos de músicas, ruidos, sonidos y bullicio imaginativo. Cada vez es más ensordecedor el alboroto de esta cultura que parece buscar refugio en el ruido, como evasión, frente a tantos problemas de la vida. No cabe duda que estamos en una sociedad bulliciosa y agitada, envuelta en el ruido de vehículos, máquinas, timbres, altavoces, radio, televisión, fax, teléfono, móviles, músicas. Muchos llevan casi permanentemente auriculares, como huyendo del silencio. ¡Y cuántos encadenados literalmente al móvil!


Pero el silencio es necesario. « ¡Alto! Para. Mira. Atiende. Escucha». «Nuestra Señora del Silencio» nos invita a descubrir el valor del silencio en la vida humana y en la cultura cristiana. Nos invita a vivirlo y a defenderlo, a caer en la cuenta del peligro que conlleva el ruido incesante. De hecho, muchos están como anestesiados por el ruido que nos circunda. El abuso, el mal uso, como en todo, perjudica. Dice San Agustín: «mi mayor iniquidad es dejarme esclavizar por lo que debo solo usar».


El mensaje de «Nuestra Señora del Silencio» va más allá. Nos recuerda que «hay otro silencio, otra sordera, de la que la humanidad también debe curarse, o mejor dicho, de la que debe ser salvada: la sordera del espíritu, que levanta barreras cada vez más altas frente a la voz de Dios y del prójimo, especialmente ante el grito de socorro de los que son los últimos, y de los dolientes, sordera que encierra al hombre en un egoísmo tan hondo como aciago», dice Benedicto XVI.


«Nuestra Señora del Silencio» con ese gesto tan típico nos quiere decir que aprendamos a callar. Miremos a Jesús Infante que ella nos muestra como maestro en su Cátedra. El silencio que Jesús enseña es «la ciencia de saber hablar bien». Este Jesús que hace hablar al mudo y oír al sordo, es el mismo que hace callar al viento huracanado y enmudecer al mar alborotado. "¡Calla!¡Enmudece!" (Mc 4,38). Y es que hay tiempo de hablar y tiempo de callar.

«Nuestra Señora del Silencio» para enseñarnos que no solo hay un silencio de labios, sino que también hemos de velar por el silencio de ojos (afán de noticias, curiosidad malsana, "No se sacia el ojo de ver, ni se cansa el oído de oír" - Eclesiastés 1:7) y por el silencio de imaginación (caballo desbocado y sin freno en los momentos de crisis y desorientación, cualidad que puede crear un mundo de una nadería, alas sin pies para el que se deja dominar por ella).

El silencio es un modo de hablar
En la vida de Nuestro Señor Jesucristo, que es el Verbo Eterno, la Palabra de Dios hecha carne, hay tres grandes silencios: en Belén donde nació: «Cuando todo guardaba un profundo silencio, al llegar la noche al centro de su carrera, tu omnipotente Palabra, Señor, bajó de los cielos desde su solio real»; en Nazaret, donde vivió treinta años una vida callada antes de su vida pública; en la Pasión, en el Calvario, cuando el Señor pronunció sólo siete palabras, bien pocas para aquellos momentos terribles. Y el Señor continúa ese silencio impresionante de su vida, de un modo aún más impresionante, en la Eucaristía. El silencio es un modo de hablar. El silencio va delante de la palabra. Silencio no es callar, sino saber hablar.
¡Cuánto tenemos que aprender de Jesús Infante en el regazo de «Nuestra Señora del Silencio»! Belén y Nazaret nos enseñan que «ser» es más importante que «hablar»; que el silencio precede a la palabra; que toda palabra que no ha permanecido previamente en silencio es una palabra prematura, deficiente, de la que nos tendremos que arrepentir muchas veces: “¿por qué lo dije, por qué no lo pensé?” Porque procede del silencio, la Palabra de Dios es fuerte y fecunda. Dios habita el silencio. Nosotros lo solemos rechazar porque somos cobardes. En muchas situaciones de la vida «sólo el silencio es grande, lo demás es cobardía». Durante la pasión, repiten muchas veces los evangelistas: «Jesús callaba».
Hoy se habla más que se escucha; se escribe más que se lee; se comenta más que se actúa. Muchas veces se actúa a la ligera, sin meditar, «a bote pronto», lo que se nos ocurre. «La Tierra está desolada porque no hay quien piense en su corazón», dice el profeta. Un estudio reciente sobre el influjo de los medios audiovisuales en las masas se titula «El pensamiento suspendido», y denuncia que un alto porcentaje de personas son incapaces de estar atentos más de siete minutos. ¿A dónde podemos ir con el pensamiento suspendido? Este es el peligro de esta cultura de la imagen, de apariencias.
El silencio del que estamos tratando es señal de madurez, de plenitud, de una rica vida interior. Cuando se vive una vida vacía, cuando no se tiene nada dentro, ¿qué vamos a hacer sino asomarnos a la ventana: televisión, radio, música, ruidos, fiestas, salir a la calle? Sin vida interior, el silencio es insoportable. Claro que tenemos que hablar; pero también tenemos que escuchar, y para escuchar hay que saber callar. El que ama sabe escuchar. Pero si solo escuchamos palabras de hombres, solo la prensa, la radio, la televisión y nunca escuchamos la Palabra de Dios, inevitablemente habrá grandes vacíos en nuestra vida.
Saber callar es un modo muy elocuente de hablar. El creyente ha de estar a la escucha como el vigía en su puesto; tiene el oído siempre al acecho y nunca cierra los ojos; está a la escucha de la voluntad de Dios y de las necesidades de los hermanos.
El silencio es «la pausa vital de la palabra». En el silencio resucitan todas las palabras. El silencio es el modo más excelente de disponemos a escuchar y a prolongar la escucha con espíritu agradecido. El silencio repone, apacigua, cura, consuela, es signo de comunión, de sintonía con lo que se está viviendo. Para que diga algo, la palabra ha de salir del silencio. La palabra escuchada se desarrolla y vivifica en el silencio y se prolonga en éste, intensificando lo escuchado. La Liturgia es una excelente Escuela de silencio interior.

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