sábado, 25 de septiembre de 2010

San Alberto Hurtado en el Callao

El día en que San Alberto Hurtado casi se queda en el Callao.

El Arq. Miguel Cruchaga Belaunde ha tenido la gentileza de enviarnos su testimonio sobre su encuentro con su tío, San Alberto Hurtado, en El Callao, en abril de 1954, hace 56 años, para nuestro SIMPOSIO DE LA HISTORIA DEL CRISTIANISMO EN EL CALLAO para los días 29, 30 de septiembre y 1 de octubre en la Facultad de Teología “Redemptoris Mater” de La Punta del Callao, de 6 a 9 de la noche.

Mis mejores recuerdos de infancia están ligados a paseos en automóvil con mis padres. Esos recorridos ejercieron siempre un hechizo inolvidable. Una soleada mañana de abril, por ejemplo, del año 1945, recuerdo haber ido al Callao en un flamante Ford negro que acababa de incorporarse a la familia. Tenía una carroce-ría redondeada que le daba el aspecto de un gran huevo y su diseño empezaba a distanciarse de los modelos anteriores, todavía muy aferrados a la silueta de la carreta de caballos. El recorrido me pareció interminable, avanzando por la her-mosa alameda que era entonces la avenida Venezuela a la que techaba una bóve-da alta y densa de árboles oscuros. Concentrado en mis fantasías infantiles y due-ño absoluto del mullido confort del asiento posterior, escuché decir que recibiría-mos a un par de parientes de mi padre que pasarían unas horas en Lima. El viaje marítimo los conduciría desde Valparaíso hasta Baltimore. Un nuevo programa denominado “Boys town” (pueblo de niños) despertaba el interés del Padre Hurta-do, que había iniciado su búsqueda de una obra social destinado a la niñez chile-na. Traté de imaginar como sería un “pueblo de niños” y la cabeza se me pobló de tantas ideas que me distrajeron de preguntar en que consistía, verdaderamente, esa iniciativa.

Caminado por el muelle, al costado del enorme muro negro del barco acoderado, mis ojos se encontraron con la cautivante luminosidad de dos sonrisas singulares. Una, en el rostro de un hombre maduro, vestido con un hábito negro que le daba un aspecto tubular y al que coronaba un gracioso sombrero con cuatro aletas cur-vas; la otra, la de un muchacho joven, de mirada dulce y vivaz que batía los bra-zos como aspas de molino. Vinieron los abrazos, las frases de afecto y celebración aderezadas con risas sonoras como los solfeos de los tenores antes de cantar.

Los visitantes hablaban de una manera distinta y divertida. Decían las frase como cantando una alegre tonada. Cortaban las palabras mutilándoles las eses y matiza-ban sus comentarios con expresiones extrañas: “¡Por Dio que estai convertido en un cabro grande!”, por ejemplo, que aludía –supongo- a mi estatura, por demás normal para un niño de cinco años.

No pude jugar en el viaje de regreso pues ahora compartía el asiento posterior con los viajeros y, sentado entre ambos, escuchaba sorprendido el entusiasmo y la euforia que irradiaba el Padre al hablar de sus proyectos o comentar la belleza ca-si campestre del paisaje, que por esos años predominaba entre Lima y el Callao.

Si alguien hubiera observado ese encuentro y quisiera relatarlo –sin conocer los temas tratados- (que era un poco mi situación, pues la confusión del asombro impedía que siguiera el hilo de la conversación), supongo que habría pensado que se trataba de la llegada de un ganador reciente del premio mayor de la lotería que lo traía al Perú para compartirlo con unos amigos

Eso es, en esencia, lo que recuerdo de ese día. Una fiesta de hijos pródigos que celebran un reencuentro muy ansiado, luego de algún tiempo sin verse. La euforia de la reunión no amenguo, pasadas las horas.

Hasta que llegó el momento de regresar al puerto. Recuperamos nuestros puestos en el automóvil y enfilamos por la misma alameda con rumbo al mar. A mitad de camino, el bullicio incesante de la conversación fue súbitamente interrumpido por lo que pareció un balazo. El automóvil empezó a convulsionar y la estabilidad de la marcha se desordenó en un extraño movimiento sinuoso y sincopado. Se había re-ventado una de las llantas de atrás. Nos detuvimos y salimos del auto. Mi padre no había tenido oportunidad todavía de estudiar la manera de afrontar la tarea y el modelo tenía un cobertor que escondía elegantemente las ruedas posteriores. Estábamos en problemas.

Las mismas voces armoniosas de hace unos minutos, se fueron transformando en un concierto de opciones opuestas y encontradas. El auto permanecía estático y hundido en la pista. La tensión crecía y empezaba a convertirse en angustia. De pronto, una carcajada volvió a remecer el ambiente y devolver el sosiego. El Padre Hurtado, acentuando la bondad que irradiaba su sonrisa, dijo en voz muy alta, con la fuerza inequívoca de la convicción verdadera: “¿Qué misión me tendrá reserva-da el Señor que quiere dejarme en el Callao?”

Luego de muchos afanes, su joven acompañante resolvió el complejo acertijo mecánico y en poco tiempo más, estábamos nuevamente enrumbando al puerto. Nos habíamos retrazado bastante y el barco podría estar a punto de partir. Inicia-mos el esto del trayecto en medio del silencio de los pasajeros. Solo nos interrum-pía la alegre letanía del Padre Hurtado: “¿Cuál será la misión que el Señor me tie-ne reservada en el Callao?” Ja, ja, ja ja…. “¿Qué curiosidad tan grande descubrir el destino que me tiene preparado!!”

Al ingresar al puerto pudimos distinguir la silueta del barco todavía arrimado al muelle. Con cierta nostalgia, el Padre Hurtado se embarcó para seguir el destino trazado. Por breves instantes, creyó que su próxima tarea sería en el Callao.

Lima, 23 de setiembre de 2010

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